Un tarde calurosa de verano.
Una calle cualquiera, en una zona residencial.
En un extremo, un padre lleva, en su nuevo coche gris metalizado, a su familia al cine. Los niños gritan en la parte de atrás. Amy, la mas pequeña, de 9 años, llora sin dar tregua, por qué David, su hermano de 12, fruto de un descuido, no para de desabrochar su cinturón de seguridad. La madre, Amanda, chilla sin apenas prestar atención a sus hijos, que dejen de discutir.
John, el cabeza de familia, intenta centrar su atención en la carretera; pronto cruzarán la esquina donde los Johansson tienen su tienda de ultramarinos, llegaran a la rotonda, y el tráfico empezará a ser mas denso, por lo qué no quiere estar distraído: siempre ha sido muy meticuloso a la hora de conducir.
El interior del vehículo se había convertido en un hervidero insoportable. Los niños discutían sin cesar, y se insultaban con su escaso vocabulario. Amanda, harta de tanto griterío y tanta tontería infantil, decide legar responsabilidades de autoridad a John, con la tan recurrida frase de siempre: John, dile algo a tus hijos.
Hasta aquí todo se desarrollaría dentro de lo que sería una normalidad relativa, dentro de una familia media, de cualquier país desarrollado en sus mismas condiciones. Pero, amigos míos, bien sabemos, que cada ser humano es un mundo a parte, una realidad paralela, otra galaxia, otro laberinto totalmente diferente y caótico. Y esto es, precisamente, lo que hace que, hasta las mas mínima de las acciones, hasta la mas nimia variación en los sucesos, haga que una persona actué de una forma absolutamente diferente, según los casos.
Sería interesante sin duda, analizar en esos delicados instantes, la ajetreada mente del pobre John. Por una parte, intentando centrar todos sus instintos y atención en la carretera y el coche, mientras por el otro frente, los chillidos cavernarios de sus hijos, asediaban con gran éxito sus pensamientos. La entrada en escena de la madre, no hizo sino agravar la situación, poniendo una preciosa y dulce guinda al bonito pastel de nervios. Cabría añadir también, que el bueno de John estaba a punto de ser despedido de la oficina de correos en la que trabajaba, lo cual es añadido suficiente para justificar su comportamiento posterior, y ya le añadimos a ese rico pastel, por capa de azucar glaseada una infidelidad de su mujer, en reiteradas ocasiones, con un compañero de su trabajo... en fin, veamos que sucede a continuación.
Absolutamente cegado por la ira y la impotencia, John, sin poder aguantar mas la presión generada, se gira, soltando el volante, y en un abrir y cerrar de ojos, mete en vereda (al menos momentánea) a los chiquillos, que, aguantándose las lágrimas por el terror en el que les ha sumido su progenitor.
Un abrir y cerrar de ojos.
Que medida mas relativa, ¿no es cierto?
Puede ocurrir tanto y tan poco dentro de este espacio de tiempo.
En nuestro caso, no ocurrió tanto ni tampoco tan poco, ocurrió lo justo. Lo que tenía que ocurrir.
La hija de los O'graidy, de tan solo 6 años, cruzaba la carretera sin mirar, persiguiendo su pelota que acababa de hacer lo propio.
Salió en todos los periódicos locales. Una tragedia, sin duda.
Un turismo, al intentar esquivar a una niña que se cruzó en su camino, volcó y fue a parar al patio delantero de la familia Abraham, que ese mismo día, celebraban el cumpleaños de su hijo Tim, que hubiera cumplido 2 años a las 19:42, de no haber sido arrollado por el coche de John.
Es increíble como hasta la mas mínima de las decisiones, puede condicionar nuestro futuro. No solo las nuestras, si no las ajenas. Y son estas últimas las mas preocupantes, puesto que las tuyas, puedes controlarlas, pero las ajenas;no.
Nadie está a salvo de lo ajeno.